domingo, 7 de abril de 2013

El río, el ser, el cambio y los fuegos artificiales

Hotel Victoria
Anoche salí a ver la quema de la sardina, el fin de las Fiestas de Primavera de Murcia. Junto a la orilla del río asistía a los preparativos, con retraso, entre decenas de semejantes. Centrado en mi respiración y en percibir las sensaciones de mi cuerpo, observé caras de alegría, unas pocas, pero muchas de paro y desesperación, de mala leche contenida. Ni un sólo niño, todos ya crecidos. Era la zona de los jodidos. A la izquierda, el edificio del Hotel Victoria, precioso bajo las luces. Detrás, el Puente de los Peligros.

Decidí cruzar la pasarela que hay camino del Malecón. Demasiada humanidad para tan poco tiempo. Al pasar sobre el oscilante puente, el río, crecido por las lluvias recientes, me retuvo un rato: ver pasar el agua se enlazó con mis pensamientos. Como cada vez que me paro a contemplarlo, su visión me evoca el transcurso de los días, el cómo la vida, simplemente, pasa camino del olvido. Una rápida sucesión de recuerdos hizo aflorar aún más la emoción. Viejas heridas que súbitamente vuelven a doler, sensaciones de triunfo y derrota, de estar bien y mal, un sabor agridulce... facturas del pasado, casi todas ellas pagadas. La sardina seguía sin arder.
Pasarela sobre el rio

Siguiendo un recorrido circular, me dirigí a los Molinos del Río. A sólo unas decenas de metros de donde estaba al principio, la mayoría de las expresiones que veía eran de relajación, con la pareja, los críos o los amigos. Mucha hipoteca pero sueldo estable. Poca tristeza en el ambiente. 

Atravesé Canalejas en dirección a los Molinos. En la oscuridad de la noche, por la calleja que lleva al puente, sintiendo mi vida en su plenitud, teniendo plena conciencia de mi mismo y del espacio tiempo que ocupaba, como tantas otras veces, sentí la profunda sensación de estar bien. De estar feliz en el momento y lugar presentes.

Llegué frente al Palacio Episcopal. Otra vez el río. Pero desde otra perspectiva: no fueron viejos dolores los que me vinieron a la memoria. Esta vez sólo sentí la tranquilidad que da la aceptación serena del imparable cambio, y de mi toma de posición ante él. 

Canalejas
Al ritmo de mi respiración, dirigí mis pasos a Gran Vía, de nuevo al Hotel Victoria, pero esta vez por la Glorieta de España. En la plaza, una pequeña multitud de estudiantes y familias con críos y algunos yayos, aguardaba a la quema de la sardina. Decidí que era el momento de buscar un buen sitio. Que fue justo enfrente del catafalco y de la fachada del Hotel. Y de pronto, las tracas iniciaron el fuego. El entierro finalizaba.

Entre llamas e himnos del terruño, los fuegos artificiales que acompañaban la quema ascendieron al cielo. Breves, intensos, ruidosos, luminosos, de múltiples colores y trayectorias, como vidas que se inician, viven y acaban, entrecruzándose entre sí ... y así, sentimientos y emoción subieron finalmente a la superficie en medio de una sensación de intensa alegría. De felicidad. 

Al consumirse la hoguera, caí en la cuenta del tiempo que había durado el recorrido. Una hora y media, para un trayecto que se hace en veinte minutos escasos. Y con la sensación de que sólo habían pasado diez. Diez intensos minutos en los que tantas cosas se habían removido en mi interior. 

Era hora de retornar al cubil a reflexionar sobre las siguientes decisiones a tomar. 


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